¡Reverendísimas Excelencias!
Cuando era niño iba mucho a una parroquia no muy cercana a casa, en Milán, y para llegar allí tenía que atravesar un barrio en el que todas las semanas había apuñalamientos, drogadictos que se inyectaban heroína en la calle, atracos y otros sucesos peligrosos. Ya a los siete años, mis padres me hacían ir solo, hasta el punto de que, tras un intento de atraco que sufrí, tuvieron que animarme, porque yo mismo, aunque entusiasmado por la sensación de libertad que experimentaba, tenía miedo. Había ido de compras y otros niños, un poco mayores que yo, querían quitarme el resto del dinero.
Un día oí a mi madre hablando con unos conocidos, que estaban asombrados de su forma de actuar. ¿Por qué no protegía a un niño pequeño de la peligrosa metrópoli?
Recuerdo muy bien que ella dijo: ‘Esta ciudad no mejorará. Si no aprende a crecer en el mundo en el que vive, no podrá enfrentarse a la vida de adulto’. Fue entonces cuando me di cuenta de que, en realidad, ella no tenía menos miedo que yo, pero había tomado una decisión difícil por mi bien.
Queridos obispos, de Jesús habéis recibido la tarea de administrar sus bienes en su nombre: ayer mismo, en la Misa del Novus Ordo, el Evangelio (Mt 25, 14-30) recordó a todos los creyentes, a los sacerdotes, y especialmente a vosotros, que no podemos tener al miedo como criterio para la administración de los bienes que se nos confían.
En este momento tremendo de la vida de la Iglesia, cuanto más percibís la gravedad de vuestra responsabilidad, más corréis el riesgo de confundir el miedo con la prudencia. No tanto miedo a las consecuencias nefastas para vosotros. Por supuesto, desgraciadamente muchos obispos viven de este miedo. Pero estoy convencido de que éstos ni siquiera están leyendo estas líneas mías.
El riesgo insidioso es más bien el del miedo a crear escándalo.
Lamentablemente, este miedo no ha impedido los peores y más graves escándalos que están alejando a millones de fieles de la Santa Iglesia Católica.
Es necesario mirar este miedo a la cara y captar la mentira que lo anima, para no actuar como el siervo que esconde el talento.
El miedo que permitió a los obispos de los años sesenta y setenta caer en muchas trampas urdidas por quienes ya habían penetrado en las filas de la jerarquía eclesiástica para destruirla, era el miedo a no poder seguir transmitiendo el Evangelio. Todo el mundo conoce la famosa historia del payaso de la Introducción al cristianismo del joven profesor Ratzinger.
El miedo que impidió entonces a los obispos de los años 80 hasta los primeros años de este siglo, intervenir para corregir donde fuera necesario a los miembros de los movimientos católicos que arrastraban multitudes, fue el miedo a alejar de la iglesia precisamente a estos cristianos que se acercaban, también por unaa malentendida fidelidad al papa, que evidentemente mostraba su apoyo a estas multitudes. El papa, sin embargo, no pedía dar rienda suelta a la imaginación, lanzar todo lo que no se había generado de la nada en aquellos movimientos, sino acompañar a estas multitudes con caridad apostólica. En cambio, los obispos hablaron mal a sus espaldas y explotaron la conveniencia de los grandes números.
El miedo que atenaza a los obispos de hoy, que empiezan a darse cuenta de que la confusión es total, y los fieles se alejan precisamente de donde estaban con la ilusión de acercarlos, es el miedo a asustar a los fieles y generar división.
Por supuesto, se podrían enumerar muchos otros temores. Pero, esencialmente, todos los temores que animan estas décadas, desde el postconcilio hasta nuestros días, se remontan al miedo a que la gente se marche.
El miedo al escándalo.
Pero, ¿no les parece obvio que es precisamente este miedo el que ha hecho que los fieles pierdan su atracción por la Iglesia?
¿No ven que el Papa amigo del mundo, aclamado por los medios de comunicación, amigo de los pobres, es el Papa que no tiene a nadie en la plaza de San Pedro?
¿De verdad sois como el ciego de Jericó del Evangelio de hoy?
Perdonen mi franqueza, pero no es aceptable no ver los hechos.
En la pandemia temisteis que los fieles se alejaran de la Iglesia porque ésta no se preocupaba lo suficiente por la salud, y el resultado es que en todas partes las masas han abandonado la asistencia a Misa.
¡Abran los ojos!
El hombre de hoy, como en tiempos de Jesús, como en todas las épocas de la historia, ¡tiene sed de la Verdad!
Si -frente a un Papa que se rodea de corruptos y los hace cardenales y jefes de dicasterios, para que promuevan el pecado y hagan guiños a la religión única y a los planes de los poderosos- tenéis miedo de decir que la salvación sólo está en Jesucristo, el verdadero Hijo de Dios, cuyas Palabras no pasarán jamás, tengáis por seguro que nadie os irá seguir.
Y los que se sirven de su aparente prudencia para manipularos, cuando hayan dado unos pasos más en la obra de destrucción, os arrojarán a la basura especial, como hacen con los niños abortados que ofrecen al enemigo de Dios.
¿Tenéis miedo de que la Iglesia se divida? ¡Pero si no hay una sola parroquia sobre la faz de la tierra que no esté ya dividida!
¿De qué sirve la apariencia de unidad, cuando lo que para uno es un pecado (según la fe apostólica) para otro es un derecho, para otro incluso una riqueza a valorar?
¿Qué unidad puede haber cuando no existe lo verdadero y lo falso?
Jesús dejó claro que no había venido a traer la paz, sino la espada. ¿O también habéis decidido uniros a la Biblia Queer, que pronto publicará la Dehoniane de Bolonia?
“No os extrañéis si el mundo os odia”, dice Jesús, “antes que a vosotros me odiaron a Mí” (espero que muchos de vosotros sigáis creyendo que el evangelio de Juan es auténtico, y no un batiburrillo editorial, como enseñan vuestros profesores de seminario).
No sé si existen los medios materiales para reconocer la ineptitud para el papado de Bergoglio y su círculo mágico, pero desde luego estáis todos avisados: si no jugáis a aduladores (como desgraciadamente estáis haciendo casi todos, al convertir toda la actividad diocesana en este absurdo ballet sinodal), si no propagáis la agenda 20-30, si no os adherís al “género” en la educación de los niños, si no apoyáis las iniciativas pro-LGBTQI, si no perseguís a los católicos tradicionales y a la misa de toda la vida, como mínimo acabaréis como Strickland.
Pero cuidado: incluso a los que se prestaron al juego, cuando dijeron basta, los echaron, ¡hasta cardenales!
Así que ¡sacad el don de la fortaleza del pañuelo con el que lo enterraste y proclamad la verdad!
La Verdad que es Jesucristo, no el Concilio Vaticano II.
Ciertamente no hay necesidad de caer en los errores de aquellos que por exasperación han perdido el control. Todo el mundo sabe que la Misa del Novus Ordo, aun con todos sus problemas, es perfectamente válida. También lo son todas las Misas en las que se pronuncia el nombre de Francisco en el canon. Sabemos muy bien que no todo lo que ha sucedido desde el Concilio Vaticano II es necesariamente malo, como tampoco es necesariamente bueno.
Sabemos muy bien que la UDG (78) garantiza la validez de la jurisdicción incluso en el caso de un papa evidentemente herético u incluso excomulgado, aplicando admirablemente el principio de “supplet ecclesia” sin dejar lugar a disquisiciones teológicas no resueltas.
El problema no es hacer una revolución de la revolución.
Pero ¡sed obispos!
¡Cumplid el mandato de Jesús!
¡Proclamad la Verdad y no obedezcáis órdenes contrarias a la ley de Dios y a la Tradición de la Iglesia!
¡Dejad que los sacerdotes ejerzan su misión en paz!
Dejad de huir de los lobos y de temer a los murmuradores.
Vuestros temores recuerdan tristemente a la primera lectura de hoy de los Macabeos. También parecéis creer que la maldición ha caído sobre la Iglesia porque no seguís las costumbres de los extranjeros. Esta es la terrible y trágica mentira que se propaga con la diabólica expresión “espíritu del Concilio”.
En cambio, el verdadero mal que ha caído sobre la Iglesia es la infidelidad a la Alianza.
A la Nueva y Eterna Alianza en la Sangre de Jesús, fuera de la cual no hay salvación.
Pero, como le dijo su tío a Ester: que sepais que aunque no cumpláis con el deber para el que el Señor os ha puesto donde estáis, la salvación vendrá al Pueblo de Dios de parte del Señor.
¡No dejen que les suceda que queden excluidos!
Por último, os pido perdón por la dureza de estas palabras, pero la Palabra de Dios nos pide que no tengamos nada en el corazón contra nuestro hermano, sin reprenderlo abiertamente.
Estoy seguro de que estoy expresando no sólo lo que hay en mi corazón, sino lo que una multitud de creyentes intentan expresar sin encontrar a menudo el cauce adecuado.
Habiendo recibido en los últimos tiempos el inmerecido don de una relativa visibilidad, no quiero guardar este talento en el pañuelo, sino gastarlo por el bien de las almas y la Gloria de Dios.
En la fe
Vuestro devotísimo
Don Francesco d’Erasmo,
Vice Párroco de la Catedral de Tarquinia
Tarquinia, 20 de noviembre de 2023,
víspera de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María.
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